domingo, 27 de noviembre de 2011

re-conciiación

 Un nuevo encuentro en el mundo de los sueños. Anoche no había camarote ni sábanas blancas ni él ocultaba el rostro bajo la rigidez de las telas níveas ni a mí me ganaba la batalla la ansiedad por descubrírsela.
 Anoche estábamos de pie, uno frente al otro y me contaba problemas familiares que yo desconocía con la calidez cercana que tienen los viejos amigos. Su padre estaba parado, la madre ya no recibía le subsidio. Parecía que no pintaban bien las cosas en casa. Yo hacía mío su dolor y le escuchaba con la atención que el mar pone en las olas.
 Nos sirve de escenario un pequeño pueblo. La calle central de esos pueblos siempre acaba convirtiéndose en la carretera general que sirve de línea de unión entre todos los pequeños pueblos de la región, como la delicada membrana de la Granada en cuya textura acoge todo jugoso grano, logrando la grandeza de preservar la independencia de cada uno de ellos y de hacerlos piezas únicas, rubíes comestibles. Es un día sin luz, o tal vez un atardecer iluminado. Ambigüedad temporal. Me basta mirarlo para reconocer cada una de las células que le permiten sostenerse en pie allá frente a mí. Las reconozco ahora y las he reconocido en cada una de las malditas vidas que ya llevo vividas. Lo reconozco por la certeza de que seguiré encontrándome con él allá donde vaya, en las siguientes, en cada una de las venideras vidas que tal vez me esperen tras ésta. Y si no es locura ni es certeza, que alguien me explique cómo es posbible albergar tantas certezas sin sustento. Y que los cielos me expulsen de su cobijo si acaso no es cierto lo que digo.

 Entra en escena una camioneta de ganado. Queda él hablando aún de sus cosas y corro yo a asomarme a su puerta trasera. Los animales dan la espalda al espectador y sólo se ve un desfile de rabos atemorizados. Mi estupidez de niña de ciudad sólo me deja estar contenta y doy saltos y palmadas al mismo tiempo. Es la ignorancia asquerosa de los niños de ciudad que nunca han visto animales y que, cuando lo hacen, apenas pueden discernir cuáles son las circunstancias que los acompañan. O quizá sea la sabiduría preexistente de los niños que saben que todos, en algún momento,antes o después, también somos conducidos al maedero y no por eso dejan de reír.
 Vuelvo a su encuentro, sus ojos me han esperado y me reciben como los ojos de un hermano. En esa hermandad, mis frías manos de invierno rodean una de las suyas. Invento un calor que reconforte sus heridas. Nos miramos y traspasamos todas las barreras. de la realidad, del amor circunstancial, dele ntendimiento y la razón. Sólo hay infinitud. Está todo dicho.
 Suena el teléfono, contesta. Su novia -siempre la misma, cada vez una diferente- le dice que acaba de salir de la clínica y que viene en su búsqueda. Yo no suelto su mano ni él tampoco lo hace. Entendemos que estamos en esto más allá de este momento, de este día, de esta vida.  Nos comprendemos con el tacto de las manos. Nos ha perdonado el amor de una mirada.

 Vuelvo a ser consciente, si no es locura, que Dios me aguarde, de que inevitable significa que nos e puede parar. Buena cuenta de ello nos da el mundo de los sueños.