Sólo tiene once años y ya es capaz de usar el adjtivo "pulcro" en la descripción de un paisaje. Y qué descrición. Ha elegido los molinos de viento. Lee orgulloso, como quien sabe que está dotado para ese arte. Es histriónico y maravilloso. Pequeño, no alcanza el metro y medio. Su forma corporal es redondeada, si tuviera que ser una figura geométrica sería...un rectángulo en metamorfosis de círculo, o un cilindro sin aristas, tal vez una nube matemática y lineal. A menudo, en clase, le gusta sostener en equilibrio el estuche sobre su cabeza o ponerse el lápiz en el labio superior y mantenerlo así, en fea mueca, contra la puntita de su nariz. Yo me veo obligada a reprimir esos fantásticos ataques de locura. Sus ojos brillan entonces y me muestran una voracidad de infinito recién llegada al mundo. Su piel es blanca y parece querer cubrirse de unas pequillas tímidas que no aciertan a mostrarse del todo. Un gran flequillo, que pareciera trazado sobre su frente, se empeña en obligarle a sacudir la cabeza repetitivamente mientras habla. Estiloso en el movimiento, muestra una picardía, coqueta y femenina, que me recuerda a la de mi propio flequillo.
Cada vez que sus compañeros tienen ocasión, todos, sin excepción, alaban sus buenas capacidades para el dibujo y la escritura. Y para otras muchas cosas. Hablan de él con una admiración que deja de lado toda la competitividad y la envidia que caracteriza a los niños del noroeste de Madrid. Se ilusionan inexplicablemente y dicen con los ojos como platos: "Es diferente". J abre su boquita de dientes troquelados y sonrisa maliciosamente y se quita importancia. Es sólo que le encanta que los demás piensen que está loco. Es sólo que le divierte la cara de susto de sus padres cuando en la carta de Reyes, él, únicamente, pide disfraces y pelucas y pinturas para maquillar su piel. Es sólo que quiere ser otros y vivir sus otras vidas en ésta. No le bastan las clases de teatro. "La normalidad le aburre"- dice otro compañero- "es su frase estrella". Y yo lo miro y me maravillo de tenerlo allí, tan pequeñito y tan grande, sentado frente a mí. Orgulloso de su diferencia, construyéndose su propio personaje para este gran teatro del mundo que es la vida con apenas una década de existencia. Me pregunta si aprobará la evaluación, sin perder la sonrisa. Yo sé que la respuesta es afirmativa pero no se lo digo porque él sabe que rinde por debajo de sus posibilidades. Fantasea con la idea de suspender y se relame pensando que ese rasgo le iría maravillosamente bien al personaje que ahora interpreta. Yo sé que va a aprobar pero aún no se lo digo. Sólo lo miro y disfruto de su macabro juego, que se parece mucho al mío.
Sólo tiene once años y ya se parece tremendamente a mi alma.