viernes, 4 de marzo de 2011

Evocación láctea: Mama, teta.

 



 El olor a caramelo caliente inundó la habitación, le colonizó las fosas nasales, abrió la compuerta de saliva que ya no hacía sino ahogar sus papilas gustativas. Era un caramelo caliente, el que olía, propio de la campiña inglesa, hecho con azúcar de caña y el jugo de algunas vacas sagradas que se remojan en ríos de plata verdosa. No era, desde luego, el caramelo parduzco y amargo que hacemos aquí, triste Castilla eres en tu repostería, cocina austera, terrateniente al mando; no era ese caramelo oscuro, gatillazo pancreático, que solidifica apenas ha entrado en contacto con la frigidez del cristal o con la frígida cuchara metálica de remover, no, ni mucho menos. Era el nuestro un caramelo meloso, perennemente meloso. Del color de los camellos de los sultanes de los cuentos que te cuento. Del color del oro apagado con que los abalorios de las indígenas alumbraban el continente americano en época precolombina. Del color, sin ir más lejos, de las gabardinas de paño que pueblan las aceras atascadas de atascos en las ciudades lluviosas del interior. Del color, eso es, en que se tiñe mi cielo los atardeceres de los veranos felices.

 Miraba la niña adulta el vaso de leche tibia, más tibia a sus curiosos ojos hambrientos, contenida en el interior del vaso. No blanca, ya sí coloreada por las gotas de café que la manchaban sin apenas mancha. Ya no blanca. Los granos de azúcar todavía sin remover del todo, al fondo. Blanquilla, la azúcar. Veneno blanco, dicen las malas lenguas. Ha servida la tibieza, tibia, de la leche para empapar la carne de trigo molido de las galletas que ahí dentro se esponjan de tanto absorberla. En apetitosa simbiosis leche y galleta se funden, llenándose por entero la una de la otra, contra las paredes del vaso, y alumbran, en este modo, la singularidad improductiva de un coito.

  De tantas galletas que puso en el vaso no queda ya rastro de leche. El cereal se seca y expande y, a modo de escamas, la epidermis de su corteza  impúdicamente se cuartea ante la gula de su mirada. El vaso lleno, blandos los cuerpos de harina tamizada y trazas de avena. Borracha de aromas, empuña la cuchara a filo descubierto y la clava directa, sin temblor en el pulso, en el flácido contenido del continente, más cercana al caballero afrentado que a la languidez de dama que muchos quieren ver en ella.

 El primer bocado basta para desatarle los retenes. La cucharilla, arma ahora homicida, se resguarda, tras la inocencia que confiere la piel de lo cotidiano, de su verdadero espíritu demoledor, y, dentellada a dentellada, acaba con todo atisbo de existencia en el interior del vidrio.
 Afuera, la joven llora evocando el gusto pasado del lejano pezón de su madre.

No hay comentarios: