viernes, 8 de julio de 2011

Dragones en el jardín



 Cómo me gustan los dibujos animados. Creo que nos pasa a todos, es sólo que en un momento dado, alguien nos hizo creer que ya no es lo que toca y dejamos de hacerlo. Y cambiamos los dibujos por Hombres y mujeres y viceversa, la pelota por el cubata, las heridas en las rodillas por pastillas para poder dormir y la risa por la ansiedad. Después tienes que comprarte una casa que incluya plaza de garaje con una hipoteca de tipo euríbor+0,5 y tener al menos un niño al que poder enviar los veranos a Estados Unidos, al menos desde los tres a los siete años, que es cuando los cerebros infantiles son realmente esponjas lingüísticas para aprender idiomas. Pienso yo ahora que también se podría hacer todo eso y seguir viendo dibujitos.
Pero yo también dejé de verlos, amigos, casi a la par que mi madre me compró el primer sujetador de mujer. Los sujetadores de primera puesta de mi época eran los que sin ser un top deportivo, tampoco tenían aros ni relleno ni colores bonitos. Verdaderamente horrorosos, para qué engañarnos, del estilo retro de cruzado mágico que sólo le quedaba sexy a las pin up, que ya murieron todas, y que le daban a las mamas una forma picuda de capirote de Semana, que es cualquier cosa menos santa y que te hacen sentir, nada más abrochártelos, que te has convertido una señora muy señoreada, de ésas con toda su barba (esto lo digo así para quiénes crean que no se puede ser señora y tener barba). Así, ese día en que aún no cumpliste ni los trece años, te miras en el espejo los puntiagudos proyectos de lolas, mandorlas y/o peras (vale cualquier otra variante frutal) y decides que los dibujos animados han pasado a mejor vida. A mí, que a observadora pocos me ganan, con el paso de los años por la vereda de la adolescencia, se me empezó a venir encima la idea de que mi padre nunca había dejado de consumir, a solas, casi a escondidas, este tipo de producto televisivo y que, cuando lo hacía, reía a pleno pulmón y dejaba el salón lleno de vida. Y así fue que, poco a poco, por imitación de mona hija a mono padre, le perdí el miedo a ser adulta y sintonizar, al mismo tiempo, el Cartoon Network o el Nickelodeon. Fue el primer paso para una pérdida consecutiva de miedos que, en muchos casos, me hacen parecer de-mente, querida demencia, a ojos de muchos. Yo les engaño como puedo para que sigan creyéndolo mientras intento soltar los otros mil miedos adultos a los que todavía me agarro.

Hoy estaba nerviosa. Todo el día con ese desasosiego dentro que a las mujeres sólo se nos pasa cuando rompemos a menstruar. No sé bien cómo fue que acabé sentada en un sofá siguiendo la programación de mi padre: Canal+, "Cómo entrenar a un dragón". Y me quedé. Papá mono con su hija mona hasta el final de la película. Una vez acabada, la misma idea en los dos cerebros familiares, inequívoca la genética: Yo quiero un dragón. Cuando lo dijimos en alto y las palabras de uno traslaparon a las del otro, la imagen del dragón como mascota doméstica era ya un hecho en nuestras voladas, voladoras, cabezas.

 Y empecé a pensar en si habría en el mundo aves lo suficientemente grandes como para transportar seres humanos. Apenas tengo conocimientos biológicos pero pronto he deducido que de ser esto posible, legiones de pijos cabalgarían los cielos. Como ahora montan caballos en sus fincas a las afueras de Madrid por las carreteras que van en dirección noroeste. Después imaginé la sensación de volar a lomos de un dragón, de lo increíble que tendría que ser poder hacerlo y dejarte el pelo enredado entre las nubes; ha bastado un segundo para sentir, acto seguido, la frustración que me produce la idea de saber que jamás podré experimentarlo . Que hay deseos que quedan sólo para los mundos que abre la fantasía en nuestros adentros, cada uno en los suyos, de vez en cuando -raramente- compartidos. A veces me gustan más mis mundos que este mundo que piso porque tengo que pisar, no sé si es bueno o malo, a lo mejor es que simplemente "es", sin más, como dicen por tierras vascas. Sin más. A veces quiero dejar de pagar un seguro a todo riesgo con franquicia de 200 y, simplemente, traer peces frescos para mi dragón que me espera en la terraza con los ojos inundados de amor, esperando a que lo arranque.

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