viernes, 1 de julio de 2011

En sus zapatos



 Se sorprendía ahora llorando mientras miraba sus muñones desnudos. Ante sus ojos, el escaparate de cristal, distante y, al otro lado, los zapatos ortopédicos que tiempo atrás ella misma había devuelto a ese establecimiento y que ahora vendían a un precio que se le antojaba demasiado elevado. Márchate ya, no seas pesada, ¿no ves que está cerrado?, le habían dicho. Y ahora lloraba porque esa misma mañana, con la tienda todavía abierta, se los había vuelto a probar  y, al caminar, le daban como mordiscos. Antes, durante todos los meses que los llevó puestos, nunca le pasó, pero ahora a ratos le dañaban los tobillos en donde se asían. Pareciera que les hubieran dado un lavado desinfectante industrial a altas presiones para volver a dejarlos como nuevos y, que en ese trance, se los hubieran encogido. Lloraba también por el trato de los protésicos, porque es sumamente difícil poder volver a comprarles a esa gente algo que recientemente se les ha rechazado. No es seguro del todo hacer negocios con los excedidos de orgullo. Pero lloraba, sobre todo, porque le aterraba la ausencia de extremidades. Y porque, a fin de cuentas, aunque podía caminar con milagrosa comodidad así, ante los ojos de los demás y ante sus propios ojos cuando era ella misma quien se miraba como si fuera otra más, no dejaba de aparecerse como una alimaña reptadora. A insólitos trompicones, a ratos extravantes y a ratos simplemente minusválidos, por la angostura del mundo.

                                                                      

 Graciela llevaba toda la vida calzada. Cuando era niña el uniforme era acompañado siempre por un buen par de mocasines. Los odiaba de verdad, sólo Dios sabe cuánto los odiaba y qué de verdad era ese odio, pero no quedaba otra. No elegía ella su conjunto sino que su mamá se lo colocaba todo cada noche junto a la cama, cerca del radiador en invierno, sin leotardos en verano. Constaba este uniforme de un pichi color azul marino que tapaba se dejaba caer hasta la parte superior de las rodillas y que no tenía más ornamento que cuatro botones en el talle y un discreto cinturón. Debajo, blusa blanca, polo de manga corta en verano. Encima, si el tiempo lo requería, rebeca del mismo azul oscuro casi negro. En los pies, siempre los mocasines, a medio abrirse o a medio cerrarse (como quieras decirlo), indefinidos, hombrunos. Los detestaba. Lo que ella verdaderamente deseaba portar eran manoletinas, le gustaban tanto...Las manoletinas recibían su nombre del gran Manolete y también podían denominarse bailarinas o toreras, de este modo quedaban adscritas al mundo del Arte, ya fuera por lo animal o lo musical. Las manoletinas que ella ansiaba eran mucho más abiertas,una abertura femenina para su empeine, una sutil lazada torera, el estallido de los colores. Pero eso quedaba relegado para los fines de semana a partir de que viniera el buen tiempo. De lunes a viernes de septuembre a fianles de junio, mocasines. Y a ella no le quedó otro remedio que hacer dos cosas: empezar a pasar por el aro y enamorarse perdidamente del verano



Cuando el colegio acabó, la niña ya se había hecho mayor pero siguió refugiándose en la suela de sus zapatos. Durante una larga etapa no se quitó unas botas Dr Martens que compró con los ahorros de todo un año en una zapatería en rebajas. Eran de un negro tan intenso que sólo se dejaba romper por el morado de los cordones. En tal contraste nazareno se le pasaron cuatro o cinco años. Era un calzado funcional, práctico e indestructible. Le vino muy bien para los años de universidad y para lso trabajos a tiempo parcial, para el trajín, para el quehacer y la responsabilidad cuando aún no tocan. No podía pedir más. No obstante eran feas, bastante feas, ahora lo entiende y puede decirlo sin miedo a ser tildada de frívola. Pero en aquellos años le costö ver que no sölo eran horribles sino que no resultaban nada cömodas para la morfología de su pie. No os extrañe, entonces, que el día en que decidió quitárselas, estuviesen como si nunca las hubiese usado.



 El verano de ese año se lo pasó en chanclas. Le prestaron unas preciosas hechas artesanalmente en Málaga con un plástico transparente relleno de burbujitas siliconadas. Eran un modelo anatómico y beneficioso para la salud, estimulaban la circulación, corregían la pisada y no sé cuántas cosas más. Y ella, que nunca había enseñado sus pies hasta el momento, exprimió al máximo esta bendición. ¿Saben que realmente hay personas que se avergüenzan de sus pies como si fueran sus michelines o cartucheras, como si fueran desviaciones de lo que Madre Natura aconseja que sea? Los ven grandes o demasiado arqueados o planos, tal vez los dedos torcidos, las uñas curvas; las durezas, a flor de piel, como las emociones. Pues bien, Graciela dejó de ser una de esas personas aquel verano que llovió tanto, que las heridas de las Martens acabaron por limpiarse, reblandecerse, caerse y regenerarse.



Pero antes o después el verano había de acabar y, no olvidemos, que eran prestadas. Lo que vino a contarse la muchacha, para no apenarse, es que no eran un calzado propio del diario, que valían sólo para lo que valían y que ella era digna de algo más sofisticado. Y así fue que para el final del año se vino a comprar unos Stilettos, coincidiendo con su inmersión en la vida laboral adulta y con el explosivo florecimiento de su feminidad. Dios mío, estaba preciosa. Nunca se había mirado tanto los pies en el espejo como lo hizo durante esos dos años. Le hacían una silueta estupenda, eran maravillosos en sí mismo, le hacían sentir sexy, deseable, deseosa de desear y ser a su vez deseada ¡Eran explosivos! ¿Por qué no se los quedó entonces? os estaréis preguntando. Y cómo narices sabéis que no se los quedó, me pregunto yo. Muy fácil, querida narradora-querida demencia, acabas de decirnos que los llevó dos años. Es cierto. Dos años en los que aguantó el tipo de día, mientras se curaba las heridas de noche. Cada noche, durante dos años. Porque aquellos zapatos le hacían unas heridas de esas que se estudian en el último curso de Enfermería, de esas yagas que, a fuerza de no curarse nunca, acaban mudando el nombre hasta quedar convertidas en escaras. Esto no hay dios que lo aguante, se confesaba -entre sollozos- en esas noches de curas, cuando el dolor era tan insoportable que tenía que tomar hipnóticos para poder dormir, para poder soportarlo. Pero eso no era del todo cierto, había muchas mujeres -ella conocía incluso personalmente a algunas- que no se bajaban de esos tacones y que no fingían, era simplemente que allí arriba estaban cómodas, que era su lugar. Pues bien, ella no era de esas mujeres, ea, estaba claro que o no eran su número o es que ese tipo de zapato no estaba hecho ni para su anatomía ni para su fondo de armario ni para su estilo de vida. Ya sé lo que tengo que hacer, conseguirme otro par de zapatos, se repetía. Ésa sería la mejor de las liberaciones; y, a veces, fantaseaba con un nuevo modelo que le mimara los masacrados pies. Pero nunca lo hacía. Día tras día la insostenible felicidad diurna era ahogada a mililitros de yodo y tiritas por las noches.



Y una noche de julio, de repente, se vio los pies descalzos. Se le cayó el alma rodando hasta ellos, si parecía un Ecce Homo. De tanto tiempo forzándose a llevarlos, pareciera hasta que se le hubieran deformado los miembros para siempre. Y el roce, lejos de formar callosidad a la fuerza de la costumbre, le había producido heridas tales que había  indicios de tejido necrosado. Lloraba mirando la negrura. Lloró tanto que durante más de tres años fue incapaz de ponerse otros zapatos. Lo intentaba, no creáis, pero no había modo, apenas los aguantaba unas horas, jamás pudo repetir la puesta. El dolor era insoportable y, además, toda mujer sabe que cualquier zapato, comparado con un Stiletto, es bochornosamente vulgar. Y así que se quedó, aireándose los pies a ver si es que ése era el modo de que recuperaran su forma originaria, a fuerza de desearlo, e incapaz de poder hacer otra cosa que no fuera mirárselos.


 De tanto mirárselos vino a darse cuenta de que hay que ver si es que es cierto que los pies son una parte fea del cuerpo, es que no hay derecho, no hacen justicia al resto. Parecen algo así como un vestigio primitivo y olvidado de la mano de las leyes naturales de la evolución. Que si ya caminábamos erguidos, no entendía ella cómo es que teníamos que hacerlo con semejante instrumental. Y empezó entonces a fantasear con lo hermoso que sería tapar esos mundanos pies con el mejor par de zapatos del mundo. Imagínate que pudiera encontrar unos hechos a medida, a mi propia medida, perfectos en su diseño, material y color. Perfectos en la adaptabilidad, en el tamaño de la horma, en la aclimatación al terreno que en cada momento frecuentara. Perfectos para sus cambios de necesidades, para practicar deporte por la mañana e ir a un cócktail de Asepeyo por la tarde. Perfectos para ella. Y de este modo, imagina que te imagina, contemplándose los pies, se le pasaron otros tres años en los que no anduvo sino descalza. Como en el cuento aquél de El traje nuevo del Emperador, se vio inundada de la inocencia de una infancia que creía pasada hacía ya muchos años. Y como niña, de nuevo a llorar. Para cuando cayó en la cuenta de que era esto, y no otra cosa, lo que le había acontecido, ya poco le importaban todas las nuevas heridas que se había hecho en su día a día, creyéndose que había estado calzada todo este tiempo. Ahora sí que sí, poco le importaban sus pies. Y solicitó a la Seguridad Social que amputasen lo que de ellos quedaba. Y, de este modo, mediante misiva formal fue citada, definitivamente, un mes de noviembre para tal fin. Decimos noviembre porque noviembre es la muerte para el gran Lorca. Diremos más: " Y mediante misiva formal, fue citada, definitivamente, un mes de verde noviembre para tal fin".



Sin pies se hallaba ya cuando se abandonó a sí misma en la orilla del mar, autodestructiva Ariadna. Y se entregó a las ensoñaciones más delirantes, siempre enredada en el zapato perfecto fabricado por su fantasía. Siempre enredada.  Le pedía a dios que la convirtiera en sirena y le diera un sentido a la ausencia de materia en que acababan sus piernas. Pronto recordó que en el cuento sucedía la metamorfosis inversa y no la que ella imploraba y, entonces, ahora sí que sí, se abandonó por completo. Allí permanecía cuando un día de otoño llegaron a sus manos unos zapatos ortopédicos, aunque quizá fueran más pie que zapato. Si se los ponía y los acompañaba de un gesto decidido,  pareciera que nunca le hubieran faltado. Había que fijarse mucho para detectar que no dejaban de ser de plástico. Y si no de plástico, la ciencia de la ortopedia había avanzado mucho y ya os digo yo que apenas se notaba la diferencia de naturalezas a simple vista, sí al menos tendremos que reconocer que eran de un material que en verdad no era el mismo con el que se tejía la piel descarnada de Graciela.
A pesar de que su abandono le hizo dudar, acabó calzándose los nuevos pies. Si se los había traído el mar, sólo podían ser un regalo divino. No era descabellado pensar que sus súplicas hubieran sido escuchadas. Durante algún tiempo anduvo con ellos y nadie notó la prótesis. Nadie sino ella, quiero decir. Porque cada vez que miraba abajo, Graciela no dejaba de verse los torpes muñones y, por extensión, se veía ella entera torpe. Y así no había manera ni de caminar. Fue cuando sus pasos se tornaron anormales que, cegada por el miedo y la desesperación, simplemente se los arrancó como si de almas satánicas poseyéndola se tratasen. Pero claro, necesitó poco tiempo -como es lógico y vosotros, mentes todas lógicas y de buen proceder, estaréis pensando- para darse cuenta de que lo que ahora  tenía ante sus ojos no eran sino dos muñones, dos trozos de carne triste con un pasado lleno de heridas y de sueños rotos. Y, claro, quiso volver a recuperar lo que era suyo. O eso creía ella porque ya os dije al comienzo de esta historia que no sólo lloraba hoy porque en la tienda no es bien recibida sino porque, además, ahora los botos, resultaba que le hacían daño, como que ya no eran los mismos, como que hubieran encogido. Proceso de lavado y desinfección industrial para poder volver a ponerlos a la venta, le habían dicho de no muy buenas maneras.Que le mordían los tobillos a ratos y que le dolían, ésa era la única explicación que ella ahora daba. Y no miente. Le miro ahora los tobillos y lo veo con mis propios ojos. No ya en los pies, que ésos ya los perdió. Pero sí veo de nuevo las escaras, viejas compañeras de camino; las viejas escaras del pasado carcomiéndole ahora los solitarios tobillos, sin más carne que poder comérsele ya.

 Graciela aún no se ha dado cuenta de que mientras persista el efecto de producirse  heridas por la causa de usar calzado, es preferible prescindir de él. Hasta el menos pintado logra ver esto. Pero ella ahora sólo llora porque la noche la sorprendió desprevenida y cree tener miedo de apoyarse en el suelo sin protección pero ¿qué protección es la que nos daña, Graciela? Crees sentir vergüenza de que todos vean que careces de pies pero, no temas te digo, en verdad los demás andan demasiado ocupados en sus propias cojeras.



Sin saberlo, Graciela se está salvando esta vez. La tierra de por medio, sana. El camino sanará, indudablemente, sus heridas porque el camino es tierra que, puesta de por medio, sana. Y quizá dios, que todo lo puede, le dé unos pies nuevos...que de zapatos, ya se hartó.

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