viernes, 31 de diciembre de 2010

De la quijotización y otros transtornos

 Caminaba aprisa por el bosque, el sendero se abría ante sus ojos como se abren los senderos en las meditaciones guiadas mientras el humo del incienso inunda la sala. Nadie seguía sus pasos, sus pasos la seguían, a veces se perdían, sombra de Peter Pan.
 Los mojones se sucedían cada 500 metros, las flechas amarillas marcaban el camino a seguir. A veces en la vida somos fugitivos, decía el cura antes de que el humo del incienso inundase la nave central de la catedral. Santiago dejaba volar su Botafumeiro de izquierda a derecha. Diestra y siniestra. Pero, continuaba, los peregrinos saben -sabemos- de dónde partimos y hacia dónde vamos: De Dios venimos y a Dios vamos.

 Don Quijote, anclado al mundo de las ideas, contrasta fuertemente con el concupiscible Sancho. "Come, Sancho hijo, come, tú que no eres caballero andante y que naciste para comer". Sancho come, Quijote se echa al camino. Buscando aventuras, desfaciendo entuertos. Cometido mesiánico. Ignacio de Loyola peregrinó hasta Jerusalem, acabó fundando la Compañía de Jesús: Cometido mesiánico.

 Las pesadas botas avanzaban y a un paso le seguía otro. Ligeros todos. Sentía que su cuerpo andaba autónomo, disgregado de la verborreica mente. El cuerpo necesitaba el camino como la mente necesitaba parir ideas y asirse a ellas.
 Llenábanse de aire los pulmones, vaciábanse los pensamientos para volver a llenarse. No puedo evacuar el vientre (RAE) en estas condiciones, pensaba mientras sentía sus intentinos retorcerse. Toda la vida concentrada en las tripas mientras los pies avanzaban implacables. Escuchaba a sus conductos y se lamentaba de no poder satisfacerlos. Demasiadas caras desconocidas en los albergues, demasiados lugares desconocidos. Incapacidad trastornada para realizar o completar actividades básicas de eliminación. El cuerpo se desatiende cuanto más profundo es el enraizamiento al mundo inteligible. En el tiempo que Ignacio permaneció en Manresa no se corta las uñas ni el cabello.

 Ojalá no hubiera que cagar nunca. Sería compleamente libre. Podría viajar por todo el mundo, cruzar los confines planetarios, caminar de la mano de cualquiera. No tendría que esconder los lamentos de mi aparato excretor.
 Presa de su hipomanía, aún alcanzó a entender que ella no quería cagar nunca. Que quería ser de mentira.

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