No sabía exactamente el porqué pero siempre acababa discutiendo con toda la gente que, en un principio, le había parecido importarle. Que les jodan, se decía, son una panda de débiles y de gilipollas. No merecen ni que les dirija la palabra, fuera. Y seguía su camino sin mirar para atrás. Cada vez más seguro de que los pasos nada más pueden ir hacia adelante, cada vez la cabeza más alta, cada vez más solo y más seguro de su soledad, que cree elegida.
Primero fue aquel compañero de pupitre en Parvulitos, ni se acuerda del nombre. Gracias a Dios los datos de los subnormales son desechados por los cerebros competentes. Algo le haría que se ganó a pulso el collejón, la patada y el quedarse sin bocadillo aquella de mañana de primavera cuando las ganas de no ir a clase ya no pueden reprimirse. Sí, aunque se tengan cuatro años, en primavera todo ser humano pierde la gana o la voluntad de forzarse a cumplir con sus obligaciones. Pero se despachó a gusto con el meapilas de la calle El Carmen. Y nunca más volvió a dar la lata. El último había sido un compañero de partido, llevaban ya años ahí como quien dice codo con codo en lo suyo. Que si preparando las fiestas vecinales, algún acto, petición de firmas, apoyo logístico en las horas más impúdicas de los días perdidos. Pero ya le había tocado los cojones. Venga hombre, cómo no vas a poder ayudarme pero mira en la situación en la que me veo. Estáis haciendo a dedo lo de la protección oficial, me he dejado los cuernos aquí por nada. ¿Qué os cuesta? A ti te la dieron hace dos años. No me jodas que no ni que esto no funciona así porque es mentira. Uno menos en la lista, otro más al paredón. Y cada vez más esa sensación tediosa de sentirse hecho de otra pasta.
Recuerda ahora la infancia en la cocina manchega agarrado a los mandiles de la abuela. Y el olor de la harina en crudo como masa de engrudo con sabor a fécula de patata seca. La masa del bizcocho esponja con yogur, naturalmente también lleva harina, algo de mantequilla y azúcar pero es, sin duda, la cremosidad del lácteo la que le confiere su textura. Los sobaos, en cambio, toman su consistencia del medio kilo de mantequilla que los envuelve y da cuerpo, de ahí que no haya esponjosidad en su masa sino que se quede mazacote, como repite la abuela para avivar la risa del pequeño ante la fonética del término. En las galletas, en cambio, es el aceite de oliva lo que les proporciona el particular crujido y la suavidad, que pareciera que se deslizaran solas en la boca y de pronto sólo quisieras comer una pero hace un rato que perdiste la cuenta. Lo ve claro. Del mismo modo que toda la bollería comparte harina y, sin embargo, es otro el ingrediente que les da su peculiaridad, así las personas son todas en esencia iguales pero muy distintas en el proceder. Lamenta su mala estrella. Rumia sus pesares. Recuerda, con firmeza, cada persona que ya no está. Una lagrimilla, apenas el suspiro hipotético de una lágrima en potencia, se le quiere asomar al ojo pero no lo permite. Se pasa el antebrazo por la cara, bruto, y ya no queda rastro de nada que no sea lo que tiene delante.
Aprisa, aprisa, la barca aún permanece encallada.
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