Mira su pequeña mesa plegable con los ojos llenos de memoria. Quiere quejarse de su suerte, de la pequeñez inmobiliaria que caracteriza nuestros tiempos, del utilitarismo. Querría aplastar sus puños contra el endeble tablero sobre el que ahora apoya los codos y partirlo, sin consideraciones, en dos partes. O, mejor aún, en innumerables añicos minúsculos que se esparcieran por la sala hasta desaparecer del todo en la condensación iracunda del ambiente que les acoge, a él y a la mesa. Pero tan pronto como la destrucción de ese pensamiento cruza su mente, es invadido por una paz lejana, como si le llegara de Oriente y le soplara en el rostro y le refrescara cada uno de sus miembros penetrando en los órganos internos e inundándolos de sosiego.
Allí se quedó quieto y disfruta la ausencia de pecados capitales poblándole los sesos. Allí que abre los ojos y se encuentra una mesa nueva frente a él. El mismo tamaño, el mismo plegado, la misma funcionalidad utilitaria noruega con la que nos han enseñado a los de mi generación a independizarnos, a mudarnos y a aumentar la familia. La misma ampliación inexistente de familia en su apartamento de la calle Cea Bermúdez.
Entonces lo que han cambiado son los ojos. Se acuerda de que quienes no tienen y por no tener, tampoco tienen mesa. Se acuerda de los estómagos vacíos de cereal, de las manos sin callos, de los pechos sin esperanza. Entonces su mesa, ahí frente a él, le empieza a crecer como por arte de magia. Gira la cabeza. A un lado, la estantería construída de obra por el anterior inquilino, preñada de sus libros, se muestra altiva y se le antoja una hermosa mujer africana, tiesa la espina dorsal, portando todos los regalos del mundo sobre la cabeza. Pues los regalos de su mundo, de su pequeño mundo particular que no es africano, son esos libros que ahora le están mirando. La historia de Roma le inunda el salón. El primer coito de Anquises y Venus, el nacimiento de Eneas, su semilla en Creusa y, por fin, Ascanio Iulus encabezando la Dinastía Albana. Y de Procas a Numítor y, de ahí, a Rea Silvia junto con Marte, quien permite la aparición de los afamados Rómulo y Remo. La loba capitolina, a la vuelta de su sofá, amamanta a las criaturas. Y él asiste al espectáculo lleno de júbilo, ya desbordado por el devenir de los hechos que lo han transformado en un copista medieval que concentra toda su atención en la perfección del trazo caligráfico, pendiente ya sólo de la gota de tinta retenida en la pluma, hace y hace de la mesa el nido del ave o la cueva del primitivo. Traduce del griego al latín clásico y del latín clásico a las primeras lenguas vernáculas que ya conoce. Y ya no es hombre, que es todo letras y palabras que se pierden por la habitación.
Los ojos están cerrados y no le resulta difícil apoyar la cabeza sobre los brazos y dejarla descansar de tanta fantasía. La mesa, que antes le daba tormento, ahora le da descanso y se maravilla de que sean los ojos, sólo los ojos estudiados por un oftalmólogo, los que tienen la capacidad de dibujar la realidad que se abre ante ellos.
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