Escorbuto. Eso era lo que debía tener. "¿Como va a ser escorbuto, anormal? si ves el mar dos veces al año con suerte. Y poco y mal. Debe de ser anemia". Siempre tenía un diagnóstico más acertado para mis males. Da igual, da igual lo que sea; soy de reñirme poco con las palabras. Rayuela. Llámalo como te plazca pero me siento débil, mis músculos berrean. "Tú está encoñada, eso es lo que te pasa". Vaya hombre, otro diagnóstico. No es raro que los demás quieran saber más de nosotros que nosotros mismos. Quise sugerirle a Paola que pusiese todas sus energías en decolorarse bien los rabiosos pelos de su bigote pero me enterneció el tiempo que le dedicaba a analizar mis dolores y besé sonoramente su mejilla.
Había pocas cosas que en aquellos momentos me aliviaran pero aún no estaba perdida del todo.
Hacía calor en aquel cuarto y entraba poca luz por la pequeña ventana que adornaba la pared que quedaba detrás de mi anestesiada cabeza. No había cuadros ni ornatos. Era un cuarto casi de trabajo.
Me tumbé y respiré profundamente con los ojos cerrados. Mentiría si dijera que estaba relajada. Mis intestinos se retorcían en el interior del estómago, la agitación era palpable. Miré al techo forzándome a parecer distraída, imaginándome en un río, desnuda entre otras muchachas desnudas, disfrutando del contacto de otras pieles suaves, blancas e inocentes. Abrí las piernas. Será mejor ir anticipándose. El abrir las piernas femenino es un gesto violento. Un hombre puede hacerlo todo a piernas cerradas (unos más que otros) pero una mujer tiene que descapullarse con más frecuencia de la que muchas desearíamos. Pero la naturaleza nos hizo flores. Pa´lo bueno y pa´lo malo. "Hazte a la idea de que soy un gladiolo". Guiaba con esa parca indicación al novio más insensible que tuve. Casi nunca las indicaciones parcas sirven a quienes carecen de sensibilidades pero esta flor de forma de vulva, con su simbolismo, me inició en la fusión con la naturaleza. ¿Nunca te has ido como agua por un río, como rayo con el sol, como molécula de nitrógeno con el viento? ¡Dios mío! Si nunca has experimentado algo así, lo que está a punto de acontecer en esta sala te sabrá como un cucurucho pequeño en pleno mes de julio: a (casi) nada.
Campeaba por estos cerros cuando entró en la sala. Afortunadamente mis piernas inmutables permanecieron abiertas como el Evangelio los domingos. Era parte del trato del dar-recibir.
Empezamos la sesión. La tensión empezó pronto a tornarse vaivenes de entrañas. Me concentré en las sensaciones. Pronto comenzaron a recorrerme olas de calor de coronilla a hueso sacro. Las piernas se me habían borrado y mi cuerpo acababa donde empieza la vida: en el coño. La respiración se mantenía acelerada, a ratos entrecortada pero no era indicadora de desasosiego sino más bien de todo lo contrario. Todas las cosas del mundo quedaban ahora concentradas en mi útero. Agudizados todos mis sentidos, podía ver sin necesidad de abrir los ojos el baile de luces y sombras al que las nubes juegan con el sol en las tardes de verano; podía percibir su olor, intenso. El olor que todos llevamos bajo aceites, desodorantes y perfumes ambientados. Podía sentir cada milímetro de su piel que entrabaen contacto con la mía como si fuéramos prolongación el uno del otro. Que en ese momento lo éramos. A ratos huían de mí suspiros y yo seguía vaciándome en otras manos y llenándolo de mí.
Cuando salí a la calle la luz me cegaba, no sabía con absoluta certeza dónde estaba. La desorientación que produce el gozo es comparable a pocas cosas. Como mucho, quizá, a la sandía fresca que pensaba merendar en cuanto llegase a casa y, apurando, al próximo intercambio de Reiki.
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