viernes, 10 de septiembre de 2010

LA AVARICIA (V)

¡Qué descansada vida
la del que huye del mundanal ruïdo,
y sigue la escondida
senda, por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido;

Que no le enturbia el pecho
de los soberbios grandes el estado,
ni del dorado techo
se admira, fabricado
del sabio Moro, en jaspe sustentado!

No cura si la fama
canta con voz su nombre pregonera,
ni cura si encarama
la lengua lisonjera
lo que condena la verdad sincera.

¿Qué presta a mi contento
si soy del vano dedo señalado;
si, en busca deste viento,
ando desalentado
con ansias vivas, con mortal cuidado?

¡Oh monte, oh fuente, oh río,!
¡Oh secreto seguro, deleitoso!
Roto casi el navío,
a vuestro almo reposo
huyo de aqueste mar tempestuoso.

Un no rompido sueño,
un día puro, alegre, libre quiero;
no quiero ver el ceño
vanamente severo
de a quien la sangre ensalza o el dinero.

Despiértenme las aves
con su cantar sabroso no aprendido;
no los cuidados graves
de que es siempre seguido
el que al ajeno arbitrio está atenido.

Vivir quiero conmigo,
gozar quiero del bien que debo al cielo,
a solas, sin testigo,
libre de amor, de celo,
de odio, de esperanzas, de recelo.

Del monte en la ladera,
por mi mano plantado tengo un huerto,
que con la primavera
de bella flor cubierto
ya muestra en esperanza el fruto cierto.

Y como codiciosa
por ver y acrecentar su hermosura,
desde la cumbre airosa
una fontana pura
hasta llegar corriendo se apresura.

Y luego, sosegada,
el paso entre los árboles torciendo,
el suelo de pasada
de verdura vistiendo
y con diversas flores va esparciendo.

El aire del huerto orea
y ofrece mil olores al sentido;
los árboles menea
con un manso ruïdo
que del oro y del cetro pone olvido.

Téngase su tesoro
los que de un falso leño se confían;
no es mío ver el lloro
de los que desconfían
cuando el cierzo y el ábrego porfían.

La combatida antena
cruje, y en ciega noche el claro día
se torna, al cielo suena
confusa vocería,
y la mar enriquecen a porfía.

A mí una pobrecilla
mesa de amable paz bien abastada
me basta, y la vajilla,
de fino oro labrada
sea de quien la mar no teme airada.

Y mientras miserable-
mente se están los otros abrazando
con sed insacïable
del peligroso mando,
tendido yo a la sombra esté cantando.

A la sombra tendido,
de hiedra y lauro eterno coronado,
puesto el atento oído
al son dulce, acordado,
del plectro sabiamente meneado.

(Oda I, A la vida retirada. Fray Luis de León, encarcelado)



Apenas soy Avaricia pero, ¿qué de Avaricia hay en mí?




(Good bye cruel world/Is there anybody out there?. Pink Floyd,encarcelado) DAP

Era de ese tipo de vecinas que escatiman en palabras si te cruzas con ellas en el rellano. De ese tipo de vecinas que jamás te sujetan la puerta del portal aunque te vean venir detrás cargado de bolsas. De ese tipo de vecinas que no te dan el parte meteorológico en el ascensor ni cuando realmente está cambiando el tiempo. Se decía de ella que vivía con más de cinco gatos y que no había tenido una vida feliz. Y quién lo tiene fácil en los salvajes tiempos que corren...
No esperéis otro drama de Diógenes, otra cabellera cana y revuelta, otra mirada perdida. Ni mucho menos. Era la mía una señora de muy buen ver, de ésas que nada más conocerlas se entiende forzosamente que tuvieron una mocedad lozana, de la que quedan todavía graciosas pinceladas superados los setenta. Robusta, atlética, con la pose estirada y la coronilla alta. La barbilla sobresaliente y los ojos, directos y absortos. Te enfocaban con descaro si con descaro la mirabas pero pronto volvían a escaparse. Yo creo que Aurora veía cosas que los demás no veíamos, quizá otro escenario y distintos personajes. Debían ser de mejor catadura moral de estos que aquí conocemos porque la vieja transmitía, si sabías intuirla, una profunda serenidad. Aunque no dijera nada. Aurora ahorraba en palabras, ahorraba en mundo.

Parecía no necesitar nada de fuera. Tremenda desconfiada que sólo bajaba a hacer la compra, a pasear ya sin paso ligero, a disfrutar el brotar de las flores de la rosaleda en primavera. Cada primavera. También la veía en las tardes de lluvia pegada al enorme ventanal acristalado de la salita de estar que nosotros usábamos de improvisado despacho. Cerraba los ojos apenas dos o tres segundos para, a continuación, abrirlos de par en par mientras inhalaba con toda la profundidad que sus –imagino- cansados pulmones le permitían. Sus orificios nasales se expandían en su cara como si quisieran poseer el espíritu de cada una de las gotas de agua que en ese momento caían. Pero qué estupidez, todos sabemos que las gotas de lluvia no tienen espíritu. Hacía ya unas semanas que a mí me había dado por pensar justamente en aquello: que debía de ser ésa la razón por la que Aurora se había mudado de barrio y retirado del mundo, hacía ya tantos años.

Era una señora desagradable a ojos de la mayoría. La coronilla, demasiado alta y la barbilla, sobresaliendo en exceso. No gusta la altivez, se paga antes o después. Aurora era sencillamente sensible a la invasión, a sentirse impertinada, importunada. Si percibía invasión, reaccionaba con pasividad agresiva. Se olvidaba, sencillamente, de hacer lo que la otra persona esperaba. Eran estos momentos en los que no te sostenía la puerta ni te daba conversación en el ascensor. Yo, que pasaba mi vida supervisando muros de contención, no vi jamás modo más tierno de protegerse de los demás. Miedo a lo fusional que siempre nos lleva a confundir la identidad propia: pánico a perderse en el otro, cuidadosamente escondido bajo ladrillos de ternura ya olvidada.

Nadie quería a Aurora en el barrio, la altivez se paga. Y sólo se sabía de ella que vivía aproximadamente con media docena de gatos y que no había sido feliz. Pero yo, acostumbrado a muros y a vidas difíciles, alcanzaba a intuir su delicada vulnerabilidad miedosa. Y, cordero de dios, la perdonaba en nombre de toda la Comunidad.
Pero qué más daba...

All in all it was just a brick in the wall..

No hay comentarios: