lunes, 13 de septiembre de 2010

LA GULA (VII)

Este buitre voraz de ceño torvo
que me devora las entrañas fiero
y es mi único constante compañero
labra mis penas con su pico corvo.

El día en que le toque el postrer sorbo
apurar de mi negra sangre, quiero
que me dejéis con él solo y señero
un momento, sin nadie como estorbo.

Pues quiero, triunfo haciendo mi agonía
mientras él mi último despojo traga,
sorprender en sus ojos la sombría

mirada al ver la suerte que le amaga
sin esta presa en que satisfacía
el hambre atroz que nunca se le apaga.


(A mi buitre, Miguel de Unamuno y Jugo, vasco)



Aun siendo menos Gula de lo que pensaba, ¿qué de Gula habita en mí?

DAP



A veces las apariencias engañan. Ejemplo de ello muy ilustrativo son esas personas de cara ovalada (o redondeada, en el peor de los casos) y con un cuerpo cuyo IMC (índice de masa corporal, para los no familiarizados con este tipo de términos) se encuentra dentro de sus perfectos límites. La gente las juzga por la cara; y las juzga gordas sin necesidad, no ya de mirar más allá sino, en este caso, de mirar más abajo. Son claros ejemplos Candela Peña, Cristina Ricci o María José Campanario.. En el otro extremo tampoco se libran del fiasco, ya se sabe, hacen “la del tordo”: la carita fina y el culo, gordo.

A él le pareció que ella le engañaba cuando la tuvo de frente en aquella escalera que conducía al primer piso deshabitado de una casa infestada de ácaros. Sus manos sobre la cabeza, acariciando el infinito y su polla en la boca. Entrando y saliendo despacio mientras unos vecinos adolescentes parecían intuir lo que estaba pasando desde la acera de enfrente. Cualquier erección –masculina, femenina o, meramente, intelectual- requiere de un grado alto de concentración. Y él ya no podía: ella lo iba a engañar. Le pareció, tal vez, que en su glotonería, lo devoraría a él como ahora engullía su miembro. Y que después vendrían otros más, muchos otros.
La tarde empezaba a tener ganas de marcharse pero en la escalera el día se había detenido hacía unos segundos. Hablaban de fidelidad. Ella, boca ocupada, estaba en clara desventaja oradora. La joven disfrutaba transgrediendo algunos límites. Convencional como tantas, hacía años que había decidido vestirse de irreverencia surrealista para gran número de ocasiones. Era más divertida la provocación, más interesante la estupidez que la inteligencia. Y de tanto pensar en las palabras y de tanto leer a Cortázar en Rayuela, había llegado a entender que éstas no valen nada . Así que no titubeó al asegurarle que descreía de la fidelidad. Que ella escuchaba únicamente a su intuición sensual y que sólo si amaba creía. Como Garcilaso. Le perjuró que ahora creía en él como nunca había creído en nada y, de tan grande que era, ya no había espacio para otra cosa. Ni de oxígeno, condenados sus pulmones a respirar, como estaban, se hubieran llenado si ella hubiera podido colmarse, a cambio, del amado día y noche, día y noche. Noche y día, muele que muele, muele que muele...
En la cabeza de él quedaba silencio ensordecedor, roto a intervalos pesados por el repiquetear de palas. Lo iba a devorar, ya estaba seguro, apenas le dejaría los huesos. Entonces, en cuanto apareciera el siguiente por quien experimentara una sensación de enamoramiento similar o superior a la que ahora por él sentía, lo terminaría de exprimir y lo desecharía. Era lo que había hecho antes con otros. Al último, sin ir más lejos, sólo logró soltarlo cuando él entró en escena. Sintió nauseas atrapadas en la boca del estómago. Veía en ella el ansia de la gula: en su boca ávida, en las fuertes manos asidas a su trasero presionándole la pelvis hacia sí misma, en los vivos ojos que se abrían como girasoles díscolos al caer de la tarde. Se le antojó, de pronto, una mujer excesiva. Demasiados extras, demasiada sonrisa. Y comenzó a descreer de lo que en ella veía como descreía ella de los convencionalismos lingüísticos que él requería.

A veces las apariencias engañan. La triste muchacha, estúpida orgullosa de creer superada la tiranía de la materia y de la forma, caía presa entonces de una todavía más astuta y peligrosa y quedaba a merced de lo que sentía. A la deriva, naufragando sola porque él hacía minutos que ya se había puesto a resguardo en la orilla y la miraba alejarse en el horizonte.
Ella acababa de confesar una infidelidad. Siendo, como fue, con el hombre que la enseñó a amar, aunque después vinieran otros a quienes –después de amar- amó, se sentía libre de crimen y castigo. Desde aquel amor de recompensa que llegó tras largos años de desprecios e indiferencia por parte de un primer novio tan viejo como desencantado, que llegó como pedazo de cielo a equilibrar tanto infierno, sólo al de ahora había vuelto a amar en modo parecido. Ningún amor se repite, odiosas las comparaciones. Fue el primero de aprendizaje e inicio; era el de ahora de proyección, de futuro, de construcción.

Tardó pocos días en darse cuenta de que él no la acompañaba y de que iba sola a la deriva. Al principio el miedo a morir ahogada fue tan grande que a punto estuvo. Después comprobó, no sin cierta tristeza, que sus pulmones no se encharcaban, que los torpes miembros se desentumecían, que la tabla a la que se agarraba era más firme que ella misma. Y empezó la sucesión de días con sus noches. Y en este devenir se rindió a la esclavitud de que formaba parte: ya no era joven para amar a fuerza de hacer que amaba. Es imposible llenar la taza de té que ya está llena. De té.

Decidió, sin elección, esperar otra marea. Y demostrar(le) que las apariencias engañan. Most of the time...

Aunque muy posiblemente a estas alturas ya nada importase:


All in all it was just a brick in the wall..

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