viernes, 17 de septiembre de 2010

Sigue el camino de baldosas amarillas





Se desplomó en el banco de la iglesia y levantó la cabeza hacia la imagen. Poner los ojos en el Cristo y comenzar por su cara, de sus ojos, a rodar las lágrimas. Lágrimas como lirios. Como los lirios a los que Dios proveía de mejores ropajes que los del rey Salomón en el Evangelio de Mateo. Seis.
Hablaba el cura del viaje de Moisés por el desierto guiando al pueblo israelita en su liberación de la tiranía egipcia. Explicaba cómo todo parecía complicarse mientras se tornaba más fatigoso el caminar y hacía entender cómo sobrevenían las inevitables dudas de fe. El pueblo acabó haciendo lo que en estos casos hacen los pueblos: maldecir a Dios. Éste determinó hacer lo que en estos casos hacen los dioses: castigar la soberbia. Las cuentas siempre quedan echadas.
La joven veía, mientras el cura adoctrinaba, ante sí un camino, ni hermoso ni tétrico, ni florecido ni pedregoso.Simplemente indefinido por aparecer desenfocado en su retina. La nitidez quedaba, pues, para su propia silueta que, aunque sometida a la minusvalía de las dos dimensiones, reconocía como suya.

Acaba de entender que llora porque su imagen aparece congelada ante el camino a seguir. Incapaz de moverse, standby aterrador. Clavada como Jesús, se siente ridícula al buscar a su alrededor y no encontrar clavos ni cruz,pero, empatizada por el estatismo compartido, se alivia suplicando una señal.

Lo que más le había gustado de peregrinar a Santiago fueron las flechas amarillas. En los árboles, las piedras, las paredes de las casas, las carreteras. Hechas con pintura amarilla o moldeadas tras la acumulación de cantos. Generosas e iluminadas. Hasta hacía unas pocas semanas había mantenido una confianza constante en estar siendo guiada de uno u otro modo. Como los israelitas y como Dorothy. El día en que la fe flaqueó, se sentó ante el Cristo de la Paz y cosechó lirios. Nada más pudo hacer.

"Bienvenida, estamos muy contentos de tenerte en el centro". Los tres la miraban como hacía mucho que no se sentía mirada. Así debió hacerlo su madre el día en que la trajo al mundo, así cada amante en el efímero instante en que sintieron que la amarían por siempre. Del mismo modo en que se miró a sí misma el día en que se descubrió prójima. Respiró aliviada como cuando de niña lograba alcanzar el lugar acordado como reducto de inmunidad.¡Casa!¡Es Casa!

El camino se había llenado de baldosas amarillas y ella...miraba al cielo.

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